los cambiaba con la tierra que pisaba en las tardes (es que eso de empezar la vida con la mañana no le iba bien). Andaba en desorden, mirando un poco en el mar, un poco en el este (no importaba la hora) y a veces se quejaba, no mucho, de la falta de un susurro imperceptible de la brisa, así como lo escribían en los cuentos.
De día se ajustaba lo mejor que podía, como todo el mundo. Iba al trabajo (se tomaba un café con demasiada azúcar, aquello era atroz) y en general se diría que cumplía sus deberes. Claro que a veces también se distraía en esas horas serias, más que todo pensando en sus pájaros. Tenía muchísimos y siempre se le olvidaba en qué ramas los iba dejando colgados (pero sabía que andaban por ahí, no hay duda).
De noche la cosa cambiaba de color, y no lo digo porque el cielo se volviera negro o todas las sombras se juntaran encima de las cosas y no debajo de ellas como se sabe que pasa en el día, sino porque con su libertad, Ella perdía también ese mucho de magia que hace que todos la extrañemos tanto en esta esquina del mundo.
Así, casi bonita como era (y digo casi), no había quién pudiera cambiar la cosa esa de su ánimo triste cosido en los zapatos o en los ojos (los que la quisimos nunca nos pusimos de acuerdo en eso) y lo malo es que esto también pasaba en el día (la verdad es que sí importaba la hora). Alguna vez, a fuerza de tanto insistir con las preguntas, Ella dijo que no comprenderíamos y que no quería hablar más (es que los secretos tienen unos nombres muy largos).
Y bueno, yo no la volví a ver más después de cierta tarde más o menos igual a las otras de esta piquiña de no saber, excepto que esa vez no vino. Nosotros no sabíamos qué pensar. Habría encontrado algún charco suelto y querría devolverlo al cielo, se habría ido a vivir con alguno de sus pájaros, quién sabe. Lo que soy yo, me la imagino por ahí, buscando algún árbol con un hoyo muy grande (como a la altura de su boca) al que le debe estar contando todos, toditos sus secretos.
De día se ajustaba lo mejor que podía, como todo el mundo. Iba al trabajo (se tomaba un café con demasiada azúcar, aquello era atroz) y en general se diría que cumplía sus deberes. Claro que a veces también se distraía en esas horas serias, más que todo pensando en sus pájaros. Tenía muchísimos y siempre se le olvidaba en qué ramas los iba dejando colgados (pero sabía que andaban por ahí, no hay duda).
De noche la cosa cambiaba de color, y no lo digo porque el cielo se volviera negro o todas las sombras se juntaran encima de las cosas y no debajo de ellas como se sabe que pasa en el día, sino porque con su libertad, Ella perdía también ese mucho de magia que hace que todos la extrañemos tanto en esta esquina del mundo.
Así, casi bonita como era (y digo casi), no había quién pudiera cambiar la cosa esa de su ánimo triste cosido en los zapatos o en los ojos (los que la quisimos nunca nos pusimos de acuerdo en eso) y lo malo es que esto también pasaba en el día (la verdad es que sí importaba la hora). Alguna vez, a fuerza de tanto insistir con las preguntas, Ella dijo que no comprenderíamos y que no quería hablar más (es que los secretos tienen unos nombres muy largos).
Y bueno, yo no la volví a ver más después de cierta tarde más o menos igual a las otras de esta piquiña de no saber, excepto que esa vez no vino. Nosotros no sabíamos qué pensar. Habría encontrado algún charco suelto y querría devolverlo al cielo, se habría ido a vivir con alguno de sus pájaros, quién sabe. Lo que soy yo, me la imagino por ahí, buscando algún árbol con un hoyo muy grande (como a la altura de su boca) al que le debe estar contando todos, toditos sus secretos.
(Para Adriana)
Taty, qué lindo texto! Conmovedor...
ResponderEliminarDate una vuelta por Blink que te dejamos una sorpresita ;)
Acabo de pasarme por su blog a ver la sorpresa :)
ResponderEliminarGracias!!!!!