jueves, 30 de octubre de 2014

El niño perdido, Thomas Wolfe

 Esta nouvelle se lee en un par de horas, tanto por su extensión como por su estilo. La trama comienza con una tarde especial en la vida de Grover, el niño que protagoniza la historia. En un solo instante se abre un delicioso caleidoscopio que mira al mismo tiempo la vida afuera, alrededor de la plaza, y la vida interior de un niño sabio para sus años. Bajo este lente es posible encontrar también gestos simples que muestran los extremos tanto de bondad como de mezquindad en el ser humano.

Los siguientes capítulos son memorias algo tristes, narradas por la madre y los hermanos de Grover. Las voces están marcadamente definidas y consiguen pintar un paisaje casi impresionista, hecho de recuerdos y sentimientos, más que de acontecimientos. Pienso que la importancia de la vida interior en cada uno de los personajes que habla, en contraste con el poco enfoque en los hechos, es reflejo de la percepción infantil: los niños tienden a no recodar detalles de lo ocurrido, sino sus reacciones ante ello.

El último capítulo, narrado por Eugene -subestimado por su juventud cuando ocurre el hecho principal- es lírico, casi un pequeño poema que merece ser leído por sí mismo. Algo en la melancolía del Eugene adulto es aún infantil y me conmovió mucho, porque también yo he cometido el error de regresar a un lugar buscando al pasado. El niño perdido es una historia un poco triste por la naturaleza del tema, pero hay cierta dulzura entre líneas que la hace muy disfrutable. Es un libro tierno y yo lo encontré bellamente escrito: una pequeña joya que más bien me tomó por sorpresa.

sábado, 25 de octubre de 2014

Literatura a mi manera III: Opera Prima


Ocurrió que la crónica de los diarios, con sus detalles minuciosos y sus preguntas existenciales ya no fue suficiente. Era necesario ir más allá del ensueño, el por qué y el qué tal si. Más que escapar a la realidad, era necesario extender su dimensión, exagerarla, ennoblecerla, hacer de la posibilidad una fábula.

La novela fue larga, muy larga: quinientas páginas, Times New Roman, 12, interlineado sencillo. Fue también mala, muy mala, hija de mis lecturas de V.C. Andrews y autores por el estilo. Con todo y eso, le tengo el cariño que se siente por la inocencia del niño orgulloso al mostrar su primer dibujo. Cuando me digo "la benevolencia del tiempo" me siento anciana.

domingo, 19 de octubre de 2014

Las Uvas de la Ira, John Steinbeck

Leer sobre miseria se me hace una tarea dura que tiendo a dejar a medias. Habiendo dicho esto, no sé qué me arrastró a terminar de leer Las uvas de la ira y en eso le doy a Steinbeck mucho mérito.

La primera mitad del libro presenta a los personajes alrededor de la Gran Depresión y da detalles de su situación al verse obligados a abandonar sus tierras áridas, que han cultivado sin éxito y ahora tienen que entregar al banco para agricultura industrial. El calor y la tierra hecha polvo flotan en el ambiente, lo dominan y se cuelan en el alma de los hombres haciéndoles los pasos más pesados y se cuelan en el ánimo del lector haciendo la lectura lenta. Esta primera mitad nada más me tomó dos meses en los que consideré abandonar el libro. ¿Por qué no lo hice? ¿De alguna manera yo, lo mismo que los personajes, tenía la esperanza de que algo cambiara? ¿Era ésta la intención del autor?

La emigración a pastos más verdes -literalmente- comienza a pintar la verdadera extensión del problema cuando la familia Joad se da cuenta de que hay cientos de miles de familias en la misma situación. 

La segunda mitad del libro se desarrolla a una velocidad más rápida, y es una danza incierta con la esperanza. Acontecimientos terribles ponen a prueba la unidad de la familia y otros más felices dan lugar a lazos más fuertes. El personaje de Ma es probablemente el que sostiene la historia por su capacidad de adaptarse a nuevas situaciones y problemas en un silencio que va más allá de lo heroico.

Las uvas de la ira tiene uno de los finales más desconcertantes y freudianos que me he encontrado en la literatura. Es la última llamita de esperanza, extraña y bizarra, pero esperanza al fin y al cerrar el libro uno se pregunta: ¿Y ahora qué? Ya en La Perla y Tortilla Flat Steinbeck toca el tema de los desposeídos, pero Las uvas de la ira es un trabajo mucho más serio y extenso. No es para corazones débiles; sin embargo puede ser para aquellos que quieren asomarse a la realidad social del avance del capitalismo frente a los valores humanos más elementales.

Para el reto Leyendo a los Clásicos.

jueves, 16 de octubre de 2014

Domingo

Los cangrejos ermitaños corrían en un frenesí inútil, resbalando torpemente al borde de la mano abierta, o entre los dedos, sólo para ir a caer en silencio sobre la arena y ser recogidos de nuevo.

Los niños se habían cansado de los juegos ruidosos y permanecían agachados en la orilla, contemplando al pequeño ejército de prófugos, ajenos al suave esplendor de la playa, al atardecer mil veces reflejado en la superficie del agua.

La madre los observaba con la ternura condescendiente, casi triste, del que más sabe. Le resultaba desgarradora esta ingenuidad de los niños, esta capacidad de creer en la importancia infinita de un caracol.

-Malena, se te ha caído un plato.

Las palabras habían sido, tal vez, una oferta de tregua. Malena levantó la mirada para encontrar una cara hosca hundida en el periódico, sus páginas una vela imposible de izar. Vaya amargura, querer pelearse hasta con el viento. ¿Por qué no, simplemente, levantar el rostro y dejarse acariciar? Recogió el plato, sacudió la arena y continuó el resto de su tarea.

Eran unas manos largas las de Malena, hábiles en el arte de empacar el día con todas sus memorias, vestir criaturas, cepillarles el cabello, darles de comer, colocar los cangrejitos en el tobo y conservar la felicidad infantil por cuanto fuera posible.

Sólo el viento le sacaba a Malena las palabras del cabello suelto, alegre y de fiestas a pesar de la tarde. Los ojos de Diógenes la espiaban desde el periódico. Estaba hermosa entonces, así, parecía casi despreocupada, y aquellos labios rosa... ¿acaso no se cansaban nunca del constante rictus?

-Creo que estamos listos.

Era una voz plana que no quería decir otra cosa, de la que no se sabía si la tregua era una oferta aceptable. Se había puesto ya el sol y en la playa no quedaban sino las huellas; era hora de ir a casa y olvidar el domingo con su silencio. Buena cosa que los niños estuvieran cansados y finalmente se quedaran dormidos en el camino a casa. Eso era, después de todo, lo más importante.

domingo, 12 de octubre de 2014