domingo, 6 de noviembre de 2016

San Francisco, o La importancia relativa del arte

I.

La primera mañana quisimos ir al mercado de antigüedades de Alameda. Alamida, pronunciaban los locales, y yo trataba de no horrorizarme ante las ruedas de la fortuna en las que se divierte la historia. Procuraba olvidarme de guerras, invasiones, razas, idioma y todo lo que nos separa, por ejemplo la diferencia entre una pirámide levantada en honor al sol y una pirámide levantada en honor al hombre.

Transamerica Pyramid - Google Images

En Alameda un hombre de rasgos indios me vendió un collar de plata de aire vagamente precolombino; el resto del mercado fue una tortuosa práctica de minimalismo personal en que me decía: realmente no necesito esa Singer de principios de siglo, y además no cabe en la maleta...

En la noche caminamos por el Embarcadero desde el Pier 1 hasta el famoso Pier 39, que me pareció un lugar poco interesante, lleno de tursitas ocupados en las tiendas de souvenir convenientemente ubicadas entre un restaurant y el otro. Me recordó las calles de New Orleans y más temprano que tarde preferimos regresar al hotel a vernóslas con el jet lag. Ni siquiera el asalto al bar nos ayudó a conciliar el sueños, y así cualquier ciudad es una fiesta.


II.

El Museo de Arte Moderno (MOMA) de San Francisco era para mí el Santo Grial del viaje porque iba a ver un cuadro de Frida Kahlo por primera vez. Siendo lunes pensé que estría más bien vacío, pero siendo un día feriado acabé otra vez naufragando en un océano de turistas . Nadie estaba frente al Kahlo.

Más tarde nos peleamos a cuenta de una tontería (una taza de café); tal vez el trasnocho haya tenido que ver algo en el asunto. Ver arte así, triste y enfirruñado, es un cambio de perspectivas: poco importa la ejecución, el contexto de la obra o el nombre de quien la firma. Es la reacción visceral lo que nos mueve a contemplar, dialogar (o no) y hasta conmovernos (eso sí, con un llanto pudoroso) frente a un trabajo y no los otros.



La cena tardía en el Pier, seguidas del bar de strip-tease y luego el más casto de al lado; la conversación extraña con los vecinos de sofá -intoxicados de químicos después de un concierto de Santana, dijero, creo que confundo las noches-; y las malas fotografías nocturnas del puente ayudaron a limar asperezas. Volver al MOMA a solas la mañana siguiente fue la verdadera pipa de la paz, contemplar a solas el cuadro de la Kahlo, más bien pequeño, fue la verdadera pipa de la paz. Hasta ese entonces nunca me había interesado mucho por el trabajo de Diego Rivera, aparte de los murales.


III.

En Height Street se reúne un buen puñado de hippies que llegaron cincuenta años tarde a la fiesta. Olvidados de Peace & Love, entran en tiendas llamadas Earthy Garden o Tibetan Treasures aprovechando los descuentos de fin de temporada. Olvidados de la rebelión de Peace & Love refunfuñan porque no seguimos las reglas y no caminamos del lado derecho de la acera.

No podía irme de San Francisco sin una foto del Golden Gate y sus quién sabe cuántos turistas al año, ocupados en probarle al munda a través de las redes sociales que de veras lo visitaron en una especie de obsesivo Veni, Vidi, Vici apocalíptico. Para muestra, el botón:


Adiós San Francisco, con sus townhouses, sus hippies, sus yuppies, sus Uber y su fabuloso curry tailandés de a diez dólares. El paseo en tranvía quedará para otra vez.