martes, 28 de junio de 2016

I. Teresita (o El Desayuno)

Con el ojo agudo de los que viven entre las sombras, fue Matilde la primera en darse cuenta sin decir nada. Esa mañana no le sorprendió encontrar las sábanas ensangrentadas, ni la ferocidad en los ojos de aquella bestia herida, asustada, que la miraba desde la esquina del cuarto. Así, gritando y aullando, era difícil reconocerla.

Había sido la niña Teresita dócil como un corderito; bastaba ver qué bonito recitaba el Pater Noster. Matilde nunca entendió tanta complicación con el bendito latín, si se podía muy bien rezar en cristiano y el Señor hubiera entendido lo mismo, pero así eran las gentes acomodadas. Bastaba, pues, ver lo bien que la niña aprendía a bordar, lo bonito de sus modales silenciosos en la mesa, la sonrisa del maestro de piano en el sopor de las tres de la tarde.

—Teresita, niña, ven a saludar a tu padrino el Doctor Salcedo. ¡Te ha traído una muñeca de porcelana de París, es bellísima!

Imposible desafiar la autoridad de Doña Isabel, en especial frente a la visita. (¡Si lo sabría Matilde!) Teresita se acercaba invariablemente, haciendo los despliegues de gracia necesarios al orgullo de su madre, pero no quería una muñeca de porcelana de París y no quería estar en la obligación de agradecerla sentándose en aquellas piernas flacas, respirando el olor a tabacpo de aquella boca y soportando la incomodidad de ser abrazada por la cintura, forzada a quedarse ahí bajo las narices de Doña Isabel, que veía sin decir nada. Imposible demostrar desdén hacia su benefactor, hacer el desaire: aquello les hubiera costado el compromiso arreglado con su sobrino político, un muchacho educado, exquisito, y sobre todo, riquísimo; al menos lo suficiente como para sacar a las Rojas Mariño del apuro en el que estaban. Todo a cambio de la mano de Teresita al hacerse mayor.

El cielo, alabado sea el Señor, le sonreía a la casa de Doña Isabel. Los preparativos estaban bastante avanzados, sobre todo considerando que aún no había fecha para la boda. Muebles, vajillas, candelabros y lencería; encajes sedas y damascos llegados de Europa esperaban el gran día y la niña Teresita bordaba monogramas sin cesar. El joven pretendiente, incapaz de alejarse de los negocios, enviaba sin embargo cartas, a menudo acompañadas de flores, chocolates, cajitas de música, delicados camafeos y chucherías por el estilo. Sonreía la casa de Doña Isabel, hasta esa mañana.

Los gritos y los aullidos atrajeron primero a las sirvientas y luego a Doña Isabel, que al no más asomarse a la puerta se devolvió, dándole la orden a Matilde apenas con la mirada.

Estas gentes acomodadas, se lamentaba Matilde desde la puerta. Hubo un larguísimo suspiro y de allí surgió la calma de sus pasos y su voz, alejando poco a poco al espectro de la muerte y hablando de los secretos de las señoritas, lo que significaba hacerse mujer. Las palabras dulces, recitadas al ritmo de las caricias de paños tibios, terminaron por tranquilizar a la niña María Teresa, que se dejó lavar, vestir y decir. Las verdades de lo que le venía ahora que entraba en condiciones de casarse la defraudaron. ¡Tanto querer vestir de largo, tanto querer crecer y no tener que sentarse más en el duro bulto del Doctor Salcedo...!

—María Teresa, he enviado carta esta mañana —anunció la madre cuando por fin comenzó el desayuno—. El matrimonio será en treinta días.

Las odió a todas: a su madre, a las señoritas casamenteras, a las recién casadas y su aire de superioridad, a Matilde. Y quiso chillar, pero se limitó a asentir con la gravedad que correspondía a su estado de adulta. Esa mañana sólo se escuchó en la mesa el leve tintineo de los cubiertos, la porcelana de las tazas en su plato y los pasos cansados de la vieja Matilde al servir el agua en las copas de cristal.

lunes, 20 de junio de 2016

Dientes Blancos, Zadie Smith

Siendo una recién llegada al Primer Mundo yo misma, y a pesar de mi aprehensión —la tensión entre el mundo occidental y el Medio Oriente vía la inmigración en masa a Europa es un tema tan de moda— no pude resistirme a explorar la experiencia de otros, así fuera en la ficción.

La novela se desarrolla principalmente en Inglaterra y toca la vida de tres familias: el inglés Archie tardíamente casado con la joven Clara que proviene de Jamaica; el matrimonio bangladesí de Samad y Alsana; y finalmente la familia inglesa de clase media, los Chalfen.

A través de una delicada red nos es demostrada la compleja naturaleza de la inmigración, tanto en el individuo que llega a un nuevo país (Samad), el que lo estudia como un fenómeno ajeno a sí mismo (Mark Chalfen) y el que lo adopta en su vida sin reservas (Archie). Smith habla de estereotipos raciales y el impacto que causan en la sociedad y en el individuo, exponiendo de cuando en cuando algunas de nuestras falsas creencias, cosa que podría dejar incómodo a más de un lector.

Smith parece afirmar que los conflictos derivados de la inmigración se vuelven más complejos con la llegada de la segunda generación. Son hijos que han nacido y crecido en Inglaterra, pero son todavía percibidos como extranjeros en su entorno. Hijos que en casa tampoco encuentran un lugar definido, puesto que deben responder a la tradición de una tierra que ni siquiera conocen, si bien es la de sus padres. Son hijos confundidos, que vienen de padres que están, décadas más tarde, aún en proceso de integración ellos mismos. ¿Qué hacer con las puertas aparentemente abiertas?

Lo que más me gustó de Dientes Blancos fue el talento brillante de Smith para darle vida a tantos personajes de edades y orígenes tan distintos. Tal vez la prosa no tiene gran lirismo, pero Smith compensa con un humor inteligente y diálogos dinámicos en los que cabe leer entre líneas. Las voces están muy bien logradas (es posible leer el acento con el que hablan algunos de los personajes) y los conflictos internos tienen una credibilidad y una fuerza tremendas.

"Si la religión es el opio del pueblo, la tradición es un analgésico más siniestro aún, por la simple razón de que no parece siniestro en absoluto. Si la religión es una banda de goma, una vena que late y una aguja, la tradición es un coctel mucho más hogareño: un té hecho de semillas de amapola; un chocolate caliente espolvoreado con cocaína; el tipo de cosas que cualquier abuela hubiera preparado en casa. Para Samad, lo mismo que para la gente de Tailandia, la tradición era cultura y la cultura conducía a las raíces, y estos eran principios buenos y puros. Eso no significaba que pudiera vivir bajo tales raíces o crecer de acuerdo a su demanda, pero las raíces eran las raíces, y las raíces eran algo bueno. Nadie conseguiría convencerlo de que la mala hierba tiene raíces también, o que el primer síntoma de un diente flojo es algo podrido, degenerado en lo profundo de las encías. Las raíces eran la salvación, la soga arrojada a los hombres en peligor de ahogarse para Salvar Sus Almas. Y entre más flotaba Samad hacia el mar, atraído a sus profundidades por los cantos de una sirena llamada Poppy Burt-Jones, más determinado se sentía a crear para sus hijos raíces en la orilla, raíces que ninguna tormenta o barca podría arrancar."

Llegué a Zadie Smith a través de varios artículos en Brain Pickings, una página a la que le doy una vuelta de vez en cuando. Aquí están sus diez reglas para escribir (que no sigo, pero la número diez me gusta mucho) y aquí su ensayo sobre los dos tipos de escritores. Todo en inglés.

lunes, 13 de junio de 2016

Eco (experimental)

Ideas sin patas, patas que no saben a dónde ir, ¿qué es peor?
Silencio que nace de la confusión personal, debería ser al contrario:
el grito, la caminata.
Pelar las capas de la cebolla,
llegar al Centro del Universo.
Todo está dicho
la verdad atrapada en el laberinto/amasijo/océano/cementerio de palabras.
¿Momento para el ensayo, en lugar de ficción sin sentimiento o lirismo repetitivo?
¿La tabla de salvación?
Capitalismo, feminismo, justicia.
anarquía.
Yoga
Medio ambiente.
Vuelta a las raíces,
a las cuevas.
¿Sin libros?
¿El arte apenas una danza a la luna?

Háblase de los sueños, una isla remota, sí, lejos de todo, incluyendo librerías y cafés, únicos oasis posibles en una civilización degenerada. Una isla y los niños van descalzos, las ancianas escupen en el suelo dejando la tierra húmeda. Lo feo es humano. 

Idealistas.

¿Es posible el arte sin la civilización, la destrucción...
de los elementos,
de los pulmones del minero tapiado,
de los sueños de una prostituta en Cambodia
del futuro del niño que recoge cacao en África?
¿Qué hacer desde esta esquina?
Renunciar
Tomar una bandera, hacerse vegetariano, monje budista
portavoz
incendiario.
Instalar molinos.
Adoptar un niño.
Sembrar árboles.
¿La tabla de salvación?
libros
jardines en macetas de plástico
DIY
diarios
un atisbo al cielo, sin final.

jueves, 9 de junio de 2016

La muerte de Honorio, Miguel Otero Silva

Sin duda hay cierto grado de masoquismo en el acto de abrir un libro que entrega en el título la amargura de su final. La novela ocurre en la dictadura perezjimenista y abre con cinco presos políticos en una avioneta que vuela desde los calabozos de tortura de la Seguridad Nacional, con presunto destino a Guasina, infame cárcel de la que no había regreso entonces. Una ventanilla de esperanza se abre con el aterrizaje en otro lugar, la cárcel de Ciudad Bolívar.

En la oscuridad del nuevo calabozo, delirantes de cansancio tras la tortura, los reos entablan conversación. No son presentados al lector con sus nombres: son el Tenedor de libros, el Médico, el Periodista, el Capitán y el Barbero. En los diálogos se deja ver que en una cárcel política nace cierta solidaridad de la tragedia común, y es reconfortante compartir las experiencias. Sin embargo, es naturaleza masculina reservar para sí el mundo interior de la memoria y la emoción. La comparación entre lo que cada personaje realmente piensa y lo que decide revelar -incluyendo cómo se han convertido en perseguidos políticos- es lo que define sus naturalezas. En un extracto sobre el Periodista:

"-Asuntos de índole privada? ¿Quieres decir una mujer? -interrumpió inesperadamente el Barbero.

-Quiero decir una mujer, por supuesto.

(¿Pretende acaso el Barbero que yo me ponga a contar con pelos y señales mis aventuras amorosas? ¿Ignora el insensato que llevar a conocimiento de terceros los asuntos que han pasado entre uno y una mujer es indignidad sólo comparable a la de denunciar a alguien frente a la policía? [...] Mis llamadas a ese número dan origen a un idilio que no se borrará jamás de mi mente en virtud de un inolvidable detalle: que la perfumada señora me enseña a fornicar como Dios manda, o no precisamente como Dios manda sino como corresponde a un hombre civilizado. Su nombre es Fanny, pero yo la llamo Salomé al no más quitarse la ropa.)"

Estos descansos en los momentos íntimos de cada personaje, si bien algo románticos, son un paréntesis necesario porque no es fácil adentrarse en la barbarie de una cárcel. Y menos aún cuando establecida la amistad entre reos, aparece Honorio. Honorio la inesperada tabla de salvación. Nada prepara al lector para el horror de descubrir quién resulta ser este personaje.

La muerte de Honorio es un libro que refleja con mucho refinamiento la complejidad de la mezquindad humana. Y no estoy hablando de El Mal en su sentido épico, del tipo los malvados gobernantes dictatoriales vs. el pobre pueblo que ha sufrido abusos y represión; estoy hablando de gestos mínimos en gente ordinaria, que toma café por las mañanas, charla con los vecinos, se cepilla los dientes antes de dormir, en fin, nosotros mismos, la gente decente de por estos lados, los mismos que nos definiríamos esencialmente -frente a los otros, frente al espejo- como buenas personas.