Cada
cierto tiempo el recuerdo de Oriana me ha tocado el hombro levemente. Alguna vez incluso llegué a pensar románticamente que no teniendo hija,
mi hija tenía ya un nombre.
Debía tener unos diez o doce años la primera noche que me enteré de esta película, que estaban pasando en la tele. No bien apareció Oriana tocando el piano, mis padres me mandaron a dormir. Muy
tarde pues, porque aunque yo no sabía de Chopin, el agua de aquella música ya había partido la piedra.
Hoy me
encontré con la grata sorpresa de que la película está disponible en Youtube.
Doris
Wells está deliciosa con su paz sobrehumana bajo la luz sepia. La casa colonial me llevó al
campo, a las casas vecinas de mi abuela en San Juan, con sus hamacas, sus
helechos y mis suspiros por volverme su dueña un día. Me vi a los doce años, en
el patio, imaginándome ser María Eugenia Alonso confinada en San Nicolás. El vestuario, el blanco impráctico de María a todas horas me recordó
a las niñitas de Piedra Azul. La música me llevó a aquella noche de sueño
temprano.
Bien, esta noche sí me entero de qué va el cuento.
A
Teresa de la Parra le hubiera gustado esta película. Me parece que como
Ifigenia, se trata de lo que no se dice —y el lirismo de lo que sí se dice—.
He
conseguido infinitas reseñas, no voy a añadirle más laureles a una película que
ya los tiene.
Me he
conseguido también que la película está basada en el cuento “Oriane, tía
Oriane” de la colombiana Marvel Moreno y que es una absoluta delicia de leer.
Este es uno de los poquísimos casos en los que la película es no solamente fiel
al texto sino tan o más hermosa que el texto. Habría que leer a esta escritora, hay decenas de tesis sobre su discurso. ¡Ya estoy muy curiosa!
Hacía
tiempo que no me conmovía. Aquí dejo el cuento:
Oriane, Tía Oriane
A María la asombró la
casa de tía Oriane, pero sólo empezó a inquietarla cuando escuchó los primeros
ruidos. Era una casa grande y silenciosa rodeada de un jardín sembrado de
acacias. A lo largo de los corredores se alineaban salones y dormitorios
cerrados desde hacía muchos años, con muebles que dormían sobre figuras de
polvo y jirones de telarañas. Sin saber por qué, María se sentía tentada a
caminar en puntillas. Por todas partes había retratos y espejos. Había
gobelinos y alfombras de arabescos repetidos sin fin, y una ventana con vidrios
de colores parecida al vitral de una iglesia. María no recordaba haber estado
alguna vez allí ni haber visto antes a su tía. Sabía que una vez al año, la
víspera de San Juan, su abuela viajaba a visitarla. Sabía que esas visitas no
eran del agrado de su abuelo. Y sospechaba que de haberse encontrado en vida
su abuelo cuando llegó la carta de tía Oriane invitándola a pasar con ella las
vacaciones de julio, nunca habría venido. Sin embargo a María le había gustado
tía Oriane. Desde el primer día. Tenía un aire tranquilo y unos ojos pálidos
que la miraban con indulgente nostalgia. Siempre parecía contenta de verla.
Siempre sonreía cuando ella entraba a la habitación donde pasaba las tardes
dibujando figuritas junto a una ventana que daba al mar.