sábado, 25 de febrero de 2017

El Piano, o Silencio selectivo femenino.

Aclaratoria: esto no es una ficha técnica, una reseña o una crítica. Es más bien la reflexión que me queda, eso sobre lo que uno va divagando en el camino a casa, al salir del cine. Spoiler alert.

En mi segunda visita a El Piano, ahora como adulta, encuentro en el tema un delicado círculo: la voz como expresión propia; la expresión propia y el acto de amar; el acto de amar y la voz.

I - La voz como expresión propia

La pequeña Ada no lo sabe, pero en su infancia experimenta por primera vez la dura realidad de que en el mundo del siglo XIX  la mujer no tiene voz propia. Ada McGrath, sin embargo, tiene una voluntad de hierro que la define y que todos temen. Ejerciéndola, decide hacer el gesto rebelde de no volver a hablar jamás, ni siquiera cuando la sociedad dice que debe.

A partir de entonces Ada entonces sólo toma la voz abstracta de la música en el piano, el cual toca sólo para sí misma, sus amantes y su hija. A todos los demás les está vedada esta ventana hacia su mundo interior, el único ámbito en el que puede ejercer completo control.

II La expresión propia y el acto de amar


En principio, Ada no está interesada en Baines: simplemente quiere recuperar su piano. Baines, por su parte, se enamora de la voz del piano y de la voluntad que la ejecuta: presta oídos. Ada, en consecuencia, se enamora de Baines. La presencia de Stewart es casi irrelevante en este sentido, excepto como punto de referencia en cuanto a las reacciones emocionales y la motivación de Ada.

Volviendo a la simbología, Ada saca la tecla del piano, la marca con su mensaje de amor y la envía a Baines: la música-voz de Ada en el piano pierde su sentido sin Baines.

¿Por qué no puede Ada continuar su comunión por el piano, independientemente de la ausencia de Baines?

¿No era ya su modo de expresión?

¿Es el amor una limitación a la expresión creativa, a la vida interior?

¿Queda lo profundamente interno en la personalidad subordinado al acto de amar?

Por otra parte, ¿qué son la vida interior y la creatividad si no pueden ser compartidas? O, para ponerlo de otra manera, ¿qué le importa a Ada tener el piano completo si no quiere tocar su música sin Baines y él no está allí para escucharla?

Entonces se llega a la escena significativa de Mana el Maori al tener la tecla en sus manos, que al pronunciar su sentencia se refiere literalmente a la tecla, pero metafóricamente se refiere a la vida interior de Ada, una vez que en la ausencia de Baines, queda condenada a su matrimonio infeliz:

“ Ha perdido su voz, no puede cantar.”

III El acto de amar y la voz


Ada sufre una muerte simbólica en el hundimiento del piano. En su renacimiento abandona el mutismo que siempre la ha definido, ¿y con él su férrea voluntad? ¿El amor nos libera de las taras personales? ¿No son nuestras taras parte de lo que nos define? Misteriosa la relación entre el acto de amar y la voz propia.

Particularmente en la mujer.

domingo, 19 de febrero de 2017

veredas de lobo

no es lo mismo, el silencio así
tan cercano a mi piel, y no en ella
un tintineo de copas sin danza
la noche afuera
con sus veredas de lobo
su miseria y su fiesta
dependiendo de la esquina
y nosotros aquí
el susurro de la página
un hombre perdido en un bosque sin árboles
una mujer que pinta contra su sino
en fin
dos amantes a la espera sin hablar
¿qué esperan estos amantes?
el filo de la luna
un niño dormido a orillas de una nube
la muerte lenta de las flores en el jarrón a oscuras
la rendija de un sueño aún despierto
un beso
la posibilidad de la memoria.

sábado, 11 de febrero de 2017

María Concepción, o El Café

El problema más difícil era empacar. Una cama por una noche en una ciudad tan grande, eso era fácil de conseguir, ¿pero qué hacer con sus bártulos, quién le haría un favor? Su fama de coqueta no la hacía popular entre las mujeres. Estaba él, “su” poeta, un prolífico talento que terminaría en laureles algún día, oh, tentación exquisita que haría cualquier cosa por ella, pero con agujeros en los bolsillos no podría sacarla del apuro en que estaba por más que quisiera.

¿Tendría que escabullirse casualmente, apenas el bolso al hombro, como quien sale a la esquina por cigarrillos… y no volver? No. Imposible dejar atrás sus vestidos, o la vanidad de sus joyas falsas que después de todo no hacían gran bulto, y mucho menos dejar atrás el único tesoro verdadero que tenía: sus libros, algunos de ellos enormes, pesados, ediciones viejísimas que no podría volver a conseguir en un siglo de vagar en la plaza de Bellas Artes. Conchita dio vueltas en el cuartucho de pensión del que estaban a punto de echarla. Seis meses de renta.

Resolvió que siempre le quedaba la opción de vender el alma. Era una idea mala y lo sabía, pero marcó el número lo mismo. Atendió la voz de Pablo, un ex – editor canoso, conocido en los círculos poéticos porque le gustaba hacer de Mecenas, particularmente con jovencitas prometedoras. Conchita dudaba, a esas alturas, ser una cosa o la otra pero el juicio de Pablo probó ser más benévolo: pagó su renta atrasada, cargó con sus pertenencias y eventualmente la acogió bajo su patrocinio.

Con él, Conchita obtuvo la libertad de consagrarse a escribir a todas horas y entregarse a cuantos placeres la enriquecieran. El precio hubo de ser pagado en cómodas cuotas nocturnas, en las que ella fingía no notar los besos demasiado húmedos para su gusto. La tortura del deber moral de dejarse hacer se traducía en poemas descarnados al día siguiente, en una feroz vivacidad durante la tertulia, en la pasión con que expresaba sus opiniones, y más que todo eso, en los versos envenenados de reproche con que respondía su poeta que la quería para sí.

La obviedad del deseo carnal en Pablo provocaba cierto desprecio en Conchita. Al mismo tiempo, ella quería amarle, ejercer su libertad y crear en aquellas noches un placer parecido al experimentado con otros amantes. Entre menos lo conseguía, más furiosamente escribía. Notaban todos la calidad de su trabajo, se hablaba de ensamblar su primer libro. A Pablo no le hacía mayor gracia compartir “su” descubrimiento ni le pasaban desapercibidos los versos del otro. La necesidad de establecer esta verdad lo convertía en un amante posesivo, a veces violento. Fue el período más fértil en la producción literaria de Conchita.

Fue también el más infeliz. Su poeta —ocupado como ella en los últimos meses— ahora se marchaba a Europa por un tiempo, a recoger los primeros laureles que ella siempre adivinó. En la mesita estaba la carta: una invitación a seguirlo, a terminar con su triste arreglo con Pablo. A regresar a la desazón de las pensiones baratas, agregó ella en su pensamiento.

Además ya estaban por bautizar su libro…

Conchita fumaba sola en el estudio aquella mañana, tomando café, jugando con sus cabellos, la mirada perdida en el horizonte de la ciudad. Suponiendo que abandonara a Pablo, su tormento nocturno y la increíble fuerza de su trabajo para sucumbir a la búsqueda de la felicidad amorosa… ¿qué sería de su propia poesía entonces?

Era una idea mala y lo sabía, pero marcó el número lo mismo. Ahora el problema más difícil era empacar.