domingo, 5 de abril de 2015

Rock Islands, Domingo

El instante es perfecto. 

Se ha creado un gentil caos de gente, perros, comida, mosquiteros, remos de madera. Los hombres deshacen nudos de grueso mecate mientras mantienen un equilibrio más bien precario en el muelle ondulante.

Las mujeres toman café y caminan despacio con sus esteras y sus sombreros de paja, el sol una amenaza a su belleza de alabastro.

Temprano en la mañana una pareja ha tenido una discusión a causa de unas manzanas.

La paz y una sutil tristeza se asientan en el día: la moral de la amistad obliga a las peleas a medio terminar a deslizarse lentamente hacia un final abierto.

Al fin el bote suelta las amarras y se marcha por el mar azul, honesto. Al contrario de ríos y arrollos que se pueden remontar hasta llegar al origen, nunca se sabe a ciencia cierta cuándo ha nacido esta o aquella ola.

El día transcurre; un banquete es servido en bandejas de plástico decoradas con flores: hay quesos, embutidos, ensaladas, frutas. No hay pesca que poner al fuego, pero nadie parece darle importancia.

Hacia la tarde el agua se vuelve tibia bajo el sol y, maternal, abraza a hombres y niños. Algunos van bajo el agua a espiar  entre lechos de corales, estrellas de mar, peces plateados.

Las mujeres, en cambio, permanecen en la orilla con sus hijos más pequeños, celebrando sus bocas desdentadas, sus redondos cuerpos desnudos, su ciega confianza.

Sólo queda el silencio en la playa abandonada, lo mismo el tejado gris, la mesa y los bancos pintados de verde. Los granos de arena, tenaces, encuentran la manera de subirse al bote; algunos hombres tratan de disolverlos con el agua de mar, es un intento del que casi cabría reírse.

Una vez en el bote no se escucha In Taberna Quando Sumus, pero el canto de tenor de los alemanes tras la cerveza es igualmente alegre y extranjero.

Hoy me parece que todas las lenguas maternas han sido recordadas.

En el viaje de regreso la brisa ofrece látigos o besos, no se sabe. Las mujeres amamantan a sus niños medio dormidos y los hombres abrazan a sus perros. Los animales están mojados, tienen frío y están cansados, pero parecen satisfechos consigo mismos.

El instante es perfecto. La belleza del atardecer es casi bruta, rosa, naranja, púrpura, y a los hombres les está permitido sonreir.

*

Mi querida Beatriz, con su post Un recuerdo informal, me hizo pensar en este escrito enterrado en alguno de mis cajones. Aquí lo dejo, en honor a los amigos y los viajes memorables :)