delgado de la mujer dejó una discreta estela de perfume al ponerse de rodillas. Evangelina la miró con el rabo del ojo, su boca aún presa del murmullo de las letanías. Madre de Cristo, Ruega por Nosotros, Madre de la Iglesia, Ruega por Nosotros.
Tenía una belleza exquisita; podría haber pasado por la Virgen de no ser por la alianza y los diamantes incrustados. Salvo el anillo, la mujer no llevaba joyas. Se adornaba con la pulcritud de su piel tersa, su peinado severo, sus uñas cortas y pulidas. El rosario de cuentas de cristal permanecía recogido entre los dedos más bien largos.
Esta no es de aquí, se dijo Evangelina, satisfecha de su capacidad de observación. Buscaba con la mirada la aprobación de las otras beatas, inmutables en sus deberes religiosos y se preguntaba si la desconocida era una viuda (se le veía joven para eso), si iba a rezar (si sabría cómo), si sabía que era jueves (día de los misterios gozosos), si sabía que los ricos no caben en el reino de los cielos. Qué mujer más blanca.
Avemaría purísima, he pecado, perdóname Señor, añadió Evangelina entre el Madre admirable y el Ruega por Nosotros, recordando que estaba aquí para pagar promesa y no para juzgar al prójimo.
Pero, ¿no era una finura como rodaban las lágrimas una tras otra sin que se desfigurara el rostro de tristeza? ¿No era una finura el pañuelo de lino apagando cualquier sollozo atrevido a escaparse de aquel cuello de cisne? ¿No eran elegantes la quietud de sus hombros, los ojos obstinadamente bajos? ¿Y el vestido cortado por un buen sastre, y los zapatos sin más adorno que el cordero sacrificado para hacerlos?
Las letanías se terminaron, Evangelina se persignó y se fue al altar a encender el cirio.
Para entonces la mujer ya no estaba. Había salido ligero, sin que se le escucharan los pasos, dejando el llanto por toda oración, sin terminar su rosario, sin una palabra, sin una respuesta; se había ido con su procesión por dentro, con su perfume de jazmines y rosas y su aire de no ser de este mundo. Evangelina se compadeció y se hizo la señal de la cruz. Habría hecho una ofrenda por la desconocida. Pero sólo tenía una moneda.