Cada
cierto tiempo el recuerdo de Oriana me ha tocado el hombro levemente. Alguna vez incluso llegué a pensar románticamente que no teniendo hija,
mi hija tenía ya un nombre.
Debía tener unos diez o doce años la primera noche que me enteré de esta película, que estaban pasando en la tele. No bien apareció Oriana tocando el piano, mis padres me mandaron a dormir. Muy
tarde pues, porque aunque yo no sabía de Chopin, el agua de aquella música ya había partido la piedra.
Hoy me
encontré con la grata sorpresa de que la película está disponible en Youtube.
Doris
Wells está deliciosa con su paz sobrehumana bajo la luz sepia. La casa colonial me llevó al
campo, a las casas vecinas de mi abuela en San Juan, con sus hamacas, sus
helechos y mis suspiros por volverme su dueña un día. Me vi a los doce años, en
el patio, imaginándome ser María Eugenia Alonso confinada en San Nicolás. El vestuario, el blanco impráctico de María a todas horas me recordó
a las niñitas de Piedra Azul. La música me llevó a aquella noche de sueño
temprano.
Bien, esta noche sí me entero de qué va el cuento.
A
Teresa de la Parra le hubiera gustado esta película. Me parece que como
Ifigenia, se trata de lo que no se dice —y el lirismo de lo que sí se dice—.
He
conseguido infinitas reseñas, no voy a añadirle más laureles a una película que
ya los tiene.
Me he
conseguido también que la película está basada en el cuento “Oriane, tía
Oriane” de la colombiana Marvel Moreno y que es una absoluta delicia de leer.
Este es uno de los poquísimos casos en los que la película es no solamente fiel
al texto sino tan o más hermosa que el texto. Habría que leer a esta escritora, hay decenas de tesis sobre su discurso. ¡Ya estoy muy curiosa!
Hacía
tiempo que no me conmovía. Aquí dejo el cuento:
Oriane, Tía Oriane
A María la asombró la
casa de tía Oriane, pero sólo empezó a inquietarla cuando escuchó los primeros
ruidos. Era una casa grande y silenciosa rodeada de un jardín sembrado de
acacias. A lo largo de los corredores se alineaban salones y dormitorios
cerrados desde hacía muchos años, con muebles que dormían sobre figuras de
polvo y jirones de telarañas. Sin saber por qué, María se sentía tentada a
caminar en puntillas. Por todas partes había retratos y espejos. Había
gobelinos y alfombras de arabescos repetidos sin fin, y una ventana con vidrios
de colores parecida al vitral de una iglesia. María no recordaba haber estado
alguna vez allí ni haber visto antes a su tía. Sabía que una vez al año, la
víspera de San Juan, su abuela viajaba a visitarla. Sabía que esas visitas no
eran del agrado de su abuelo. Y sospechaba que de haberse encontrado en vida
su abuelo cuando llegó la carta de tía Oriane invitándola a pasar con ella las
vacaciones de julio, nunca habría venido. Sin embargo a María le había gustado
tía Oriane. Desde el primer día. Tenía un aire tranquilo y unos ojos pálidos
que la miraban con indulgente nostalgia. Siempre parecía contenta de verla.
Siempre sonreía cuando ella entraba a la habitación donde pasaba las tardes
dibujando figuritas junto a una ventana que daba al mar.
Los dibujos de
tía Oriane atraían a María, se adormecía mirándolos. Había una magia en
aquella infinita reiteración de formas, un anzuelo en el lápiz que subía y
bajaba como la aguja de un tejido. Su tía seguía invariablemente el mismo orden
trazando primero hileras de círculos, y dentro de cada círculo una cruz. Luego
sus manos aleteaban sobre las hojas y círculos y cruces desaparecían bajo una
trama de líneas que se unían formando diminutos rombos. María iba a su
habitación al atardecer y se quedaba a su lado mirándola dibujar hoja tras hoja
hasta que entraba la noche y la vieja Fidelia subía para anunciar la cena. Podía
pasar horas enteras junto a tía Oriane. Le agradaba su quietud, el silencio que
había siempre a su alrededor. Le agradaban sus manos, fugaces como las pelusas
que el aire empujaba sobre las acacias del jardín. Había descubierto además que
su tía y ella se parecían: las dos tenían la manía de no pisar nunca las
junturas de las baldosas. Compartían el gusto por las frutas heladas y la flor
del ilang-ilang. A veces sorprendía en tía Oriane sus mismos ademanes, un
cierto modo de ladear la cabeza, una forma cauta de sonreír. Pero sólo hojeando
el álbum de fotografías comprendió hasta qué punto el parecido entre las dos
iba más lejos.
Su tía se lo
enseñó una tarde de lluvia, una de esas tardes que dejaban correr juntas
jugando interminables partidas de ludo. Porque le había hablado del tiempo de
antes y quería mostrarle cómo se vestía entonces la gente. Tía Oriane sacó el
álbum de un armario y lo abrió sobre sus rodillas. En sepia y nubladas, las
imágenes habían empezado a desfilar ante sus ojos y se habían sucedido
confusamente hasta llegar a una niña vestida de organza. Por un instante María
creyó verse a sí misma. Reconoció con estupor sus trenzas, su figura, incluso
su encogido recelo frente a la cámara. Tía Oriane había sonreido —parecía
encontrar aquello lo más natural del mundo— y sin pronunciar una palabra había
vuelto a correr las hojas desempolvando amigos y parientes anónimos mientras
María tenía la impresión de revivir una escena ya pasada, de haber mirado
alguna vez el álbum detrás del hombro de su tía sin reparar en las fotos y con
la misma modorra que la iba envolviendo como si una mano le rozara los
párpados. Al doblar una página las uñas de tía Oriane rasguñaron suavemente la
cara de un hombre, una cara triste que parecía reflejada en el agua.
—¿Quién era?
—preguntó María.
Su tía cerró la
tapa del álbum.
—Sergio —dijo—. El
único hermano que tuvimos tu abuela y yo.
—Yo creía que había
muerto de niño —comentó María.
—No me extraña
—dijo Tía Oriane mirando el tablero de ludo—. Tu abuela le hace trampas al
pasado. ¿Vienes a jugar?
Tal vez fue al otro
día que empezaron los ruidos. O un poco después: María lo olvidaría con los
años. Ya casada, cuando el tiempo no era más un chispear de instantes sino el
lento transcurrir de días iguales, observando jugar a su hija en el jardín de
una casa donde un marido cualquiera la había confinado, María intentaría
recordar en qué momento había oído los ruidos por primera vez, si al día
siguiente de haber hojeado el álbum o más tarde, cuando Fidelia anunció que un desconocido
había entrado a la playa y recogía caracoles mirando descaradamente hacia la
casa. Pero no podría precisar el recuerdo. Y lo vería alejarse de su mente con
una secreta angustia, vago, cada vez más vago, asociado solamente a aquel
columpio escamado de herrumbre que había descubierto un día en el jardín de tía
Oriane, y que años atrás antes de que la lluvia y el sol lo maltrataran
irremediablemente, había estado pintado de azul. Porque los ruidos aparecieron
la mañana que desenterró el columpio valiéndose de un palo y empezó a
desprender la costra de barro que cubría las cadenas. Fue entonces, limpiando
una argolla, cuando le pareció sentir a su espalda un crepitar de ramas secas.
Después oyó un crujido. Volteó a mirar y sólo encontró el muro del jardín, las
inmensas acacias abiertas en flores amarillas: así que imaginó una iguana
correteando al sol y sin pensarlo más siguió limpiando el columpio. Pero un
momento después volvía el ruido. María se levantó lentamente mirando a su
alrededor, y casi enseguida, lo mismo que si hubiera sido ahuyentado por algo,
un toche salió de los matorrales y revoloteó aturdido frente a ella antes de
remontarse como un hilo de luz al cielo.
Así,
de ese modo impreciso, los ruidos llegaron al jardín de tía Oriane. No se
detuvieron allí: fueron invadiendo la casa gradualmente adentrándose a lo
largo de corredores y pasillos. Se oían de pronto bajo la escalera, detrás de
las cortinas; corrían por el cielo raso confundidos con la brisa y el sisear de
las acacias. No obstante, a medida que aumentaban perfilándose en sonidos
inequívocos, María les iba restando realidad. A veces la sobrecogían y huía
ciegamente por los corredores o se quedaba muy quieta con el cuerpo encogido
por un nudo de miedo. Pero eran demasiado inquietantes para ser aceptados y
María tenía un limbo donde confinaba las cosas que no quería admitir: en él
dormitaban anodinamente brujas y lloronas, y con el tiempo, allí fueron
exiliados los ruidos.
Terciados de
ilusión los ruidos se volvían vulnerables, podían ser exorcizados. María
ensayaba trucos, tanteaba sortilegios, pensaba un día que conteniendo la
respiración en el momento de oírlos los haría retroceder. Y retrocedían. Eran
soluciones momentáneas: los ruidos resucitaban siempre y en su breve ensueño
aprendían a burlar el exorcismo. Aún entonces podía apoyarse en la realidad,
suponer corrientes de aire y ratones hambrientos, y hasta elaborar una
complicada historia en la que Fidelia, celosa bruja llena de rencor, la
asustaba adrede para vengarse de ella. Hablarle a tía Oriane era impensable: en
el fondo María no estaba segura si los ruidos existían solamente en su
imaginación y sobre todo, la idea de que su tía la creyera una niña la llenaba
de vergüenza. Pero un día, aquel columpio que estaba tirado en el jardín
amaneció suspendido de una acacia, y con el corazón encogido, María corrió a
buscar a tía Oriane.
La
encontró en el comedor, limpiando una bandeja de plata, y desde la primera
frase que dijo advirtió en sus ojos un tranquilo escepticismo. A medida que
hablaba la expresión de tía Oriane se volvía risueña y un poco ausente como si
estuviera escuchando una vieja mentira y María tuvo de pronto la impresión de
hundirse en la irrealidad.
—El columpio está
ahí —dijo casi para sí misma—. Puedes verlo.
Su tía asintió con
un ligero movimiento de la mano.
—Y he escuchado
ruidos —insistió María en voz baja.
—No me sorprende
—dijo tía Oriane sonriendo—. Esta casa es muy antigua.
María la miró
perpleja.
—Son ecos —explicó
su tía—. Vienen y van. Es muy lindo oírlos.
—¿Ecos?
Tía Oriane se alzó
de hombros.
—No lo sé explicar
—dijo—. Los ruidos y las voces dejan huellas en el aire... y es como si el aire
no saliera nunca de las casas viejas.
La voz de Tía
Oriane pareció enredarse entre sus ojos y María parpadeó.
—Lo del columpio no
debe inquietarte —le oyó decir suavemente—. A lo mejor fue un capricho de la
vieja Fidelia. Siempre hace cosas raras —añadió tocándose la sien con la punta
de los dedos.
—Le preguntaré
—dijo María.
—Y lo negará
—aseguró tía Oriane.
Sin embargo, María
no tuvo necesidad de hablarle a Fidelia. La propia Fidelia escogió aquel
momento para entrar al comedor mirándolas a las dos con un encono inexplicable.
María se dispuso a escuchar atentamente esperando oír discusiones, regaños, protestas,
cualquier cosa distinta a aquel monólogo que siguió y que no pudo entender ni
entonces ni más tarde, todas las veces que intentó reconstruirlo mientras
jugaba en la habitación de su tía, cuando ya había trasladado allí sus juguetes
y tía Oriane había desocupado para ella la gaveta de un armario. Porque Fidelia
comenzó por quejarse de su presencia en la casa culpando a su tía de haber
despertado lo que para el bien de todos debía dormir, y luego había hecho
alusión a algo ocurrido muchos años antes, algo asociado con la muerte de
alguien en el mar, y había seguido intercalando reproches y alusiones de un
modo obscuro hasta que tía Oriane la interrumpió para ordenarle una infusión de
toronjil. Pero aunque aquella salida la impresionó favorablemente —la lisura
de las viejas criadas debía sobrellevarse con humor— María no había dejado de
advertir la acusación implícita en la actitud de Fidelia, y sus palabras le
hicieron recordar las disputas que sus abuelos habían sostenido tantas veces
sobre tía Oriane y el tono caviloso que había notado en su abuela cuando fue a
despedirla a la estación del bus y le dijo que no hiciera demasiado caso a lo
que hablara su hermana porque los años nublaron ya su mente. Fue ese recelo que
parecía suscitar tía Oriane lo que indujo a María a pasar los días a su lado
pensando que si era ella la autora de los ruidos conseguiría vigilarla y si no
lo era lograría de todos modos evadir su asedio, porque los ruidos, advirtió
sólo entonces, no entraban nunca a su habitación.
Tía Oriane aceptó
con buen humor las innovaciones que María introdujo en el orden minucioso de
sus jornadas. No manifestó la menor contrariedad cuando le propuso dejar
abierta la puerta que comunicaba los cuartos donde dormían y con tal de no
dejarla sola la despertaba temprano para que fuera a pasear con ella a lo largo
de la playa. A aquella hora, envuelto todavía en la bruma, el mar era sólo una
franja de plata cruzada por pájaros solitarios que emitían un chillido
destemplado en el cielo antes de descender en línea oblicua y hundir el pico en
el agua, alejándose después, casi sobre la cabeza de María, con un pez que se
debatía desesperadamente. A veces el pez lograba escapar y caía a sus pies,
palpitante y frío. María lo cogía con la punta de los dedos y lo arrojaba al
mar y el olor del mar quedaba entonces todo el día en su mano: más áspero, más
denso que el de las chuvas y caracoles negros que resonaban en el bolsillo de
su delantal mientras caminaba despacio para seguir el paso de su tía, oyéndola
hablar de los viejos tiempos, de cuando era niña y cabalgaba con Sergio por esa
misma playa, y en las noches de luna la arena brillaba como si cada grano
escondiera un alfiler de cristal. No eran cristales sino algas fosforescentes,
explicaba Tía Oriane sonriendo. Pero durante años Sergio y ella habían creído
en la existencia de un tesoro oculto al otro extremo de la playa, bajo la roca
donde el mar se agitaba estallando en oleadas de espuma y de vez en cuando
aparecía, recortada contra la primera claridad del día, la figura del
desconocido que asustaba a Fidelia.
—Ese tesoro
—comentó una vez María—, a lo mejor existió. Tía Oriane pareció reflexionar
hundiendo su bastón en el hueco de un cangrejo.
—Las cosas
existen si tú crees en ellas —dijo después de un rato.
A
la roca nunca iban. Su tía no soportaba el resplandor del sol en los ojos y se
devolvía a mitad de camino. Entonces marchaban de prisa porque tía Oriane
insistía en tomar el desayuno a las ocho en punto de la mañana. Incluso si no
entendía sus caprichos María se amoldaba a ellos con una cierta complicidad. A
fuerza de imitarla descubría gradualmente el sortilegio de los actos repetidos,
cómo aquel pasado del que tía Oriane hablaba era recreado cada día frente al
servicio de plata, el mantel de lino, los bollos de mazorca recién sacados del
horno. Así había sido y así sería mientras la plata reluciera en la mesa y
Fidelia sirviera el desayuno recobrando su perdida dignidad detrás de un
uniforme almidonado.
Más allá del
comedor se abría el jardín hirviendo de calor y zumbidos, y más al fondo,
oculta por una maraña de arbustos polvorientos, la rotonda donde tía Oriane
pasaba una parte de la mañana cuidando los cinco rosales que crecían
milagrosamente a la sombra de las trinitarias. Desde allí se oía el rumor del
mar y trepando el muro podía verse la playa, casi siempre desierta, a no ser
que el desconocido la rondara como una silueta gris perdida entre el
resplandor de la arena. Tía Oriane se ocupaba de la rotonda y desatendía el
jardín por la misma razón que había salvado tres habitaciones de la casa
dejando el resto en el abandono de telarañas y lagartijas. Detrás de aquel
olvido María percibía el designio de una oscura venganza que cobraba forma cada
día cuando su tía llenaba de cayenas el gran salón presidido por el retrato de
su padre, porque él las odiaba, le había explicado sonriendo. El retrato de
aquel hombre de mirar airado, con el smoking
cruzado por una banda de seda púrpura y dos condecoraciones prendidas a la
solapa, recibía el sol de frente y estaba ya tan desteñido que algún día, decía
tía Oriane, sólo sería un fantasma de cuadro entre los fantasmas de una casa
sin dueño. Esperando la desolación que en el fondo de su alma deseaba para
aquel lugar —y que llegaría tres años después de su muerte cuando el mar ganó la playa y
más tarde el jardín, y lentamente destruyó la casa—, tía Oriane aprisionaba el
pasado conservado tenazmente en el gran salón y el comedor, pero sobre todo, en
aquella habitación del segundo piso que había elegido para ver correr las tardes
dibujando figuritas en las hojas de un cuaderno. Allí, donde los ruidos nunca
habían entrado, María aprendería a recrear la vida de Tía Oriane cuando la
ociosidad de las horas pasadas junto a ella la llevó a descubrir el
sorprendente mundo de sus armarios.
Todas las cosas
que Tía Oriane había poseído alguna vez estaban en aquellas gavetas, envueltas
en papeles de seda con un remoto olor a cananga, intactas, como si el tiempo no
hubiera logrado trasponer los pequeños cerrojos dorados que abrían estuches y
cofres desenhebrando una historia entretejida con juguetes y vestidos, capas,
cintas, abanicos y flores olvidadas entre libros de versos. María desenvolvía
los recuerdos de su tía con la misma fascinación que habría sentido al levantar
la tapa de una caja de sorpresas. Podían aparecer cosas extrañas, amuletos y
horribles figuritas de trapo. O podía haber algo velado a la vista. Porque casi
todo parecía tener un doble fondo: una muñeca encerraba otra, un dado se
repetía siete veces dentro de él mismo, un joyero revelaba casillas invisibles
presionando botones ocultos entre arabescos. Tía Oriane le había dado a
entender que debía descubrir las claves por sí sola pero la observaba sonriendo
mientras ella escudriñaba sus gavetas y de pronto, con un gesto casi imperceptible,
le sugería que había elegido la llave indicada o la hacía volver sobre un
objeto que había dejado de lado para buscarle su artificio. A veces María
descubría dibujos y retratos de su tía, una insólita tía Oriane de cabellos
sueltos y vestidos transparentes que corría descalza por la playa. Y figuras
de cobre: grandes pájaros cuyas alas se abrían sobre mujeres desnudas. Y
láminas donde hombres parecidos a animales acechaban a pastoras o las
perseguían bailando alrededor de los árboles. Aquellas cosas la turbaban. Y la
turbaba más aún la reacción de tía Oriane que entonces no hacía caso de ella y
se inclinaba sobre sus dibujos con el mismo aire travieso que tenía su abuela
cuando le proponía adivinanzas o la retaba a alcanzar la bolsa de almendras que
agitaba en el aire. María entreveía en su actitud un desafío y se obstinaba en
examinar cada cosa hasta encontrarle su secreto. Había que barajar los naipes
de cierta manera y abrir los abanicos de golpe y mirar las estampas al trasluz.
Las ilustraciones de los libros variaban si eran observadas desde lejos. Los
estuches japoneses se convertían en diminutos teatros al rozar una superficie:
surgían parejitas que se hacían reverencias entre un revoloteo de sombrillas y
abanicos; pero si la superficie se rozaba en sentido contrario las mismas
parejitas aparecían desnudas y acostadas bajo los árboles de un jardín.
Caprichosos,
inquietantes, los objetos de tía Oriane cautivaban como las manos de un
ilusionista. Creando el ensueño alejaban de la realidad, sugerían su olvido.
Habían sido inventados para un instante: porque la primera impresión que
producían no volvía a repetirse nunca, debían ser mirados una sola vez y
relegarse luego entre papeles de seda a la gaveta de un armario. Pero dejaban
entonces un vacío que las cosas corrientes no podían llenar. Cuando María cerró
el último estuche tuvo la sensación de haber perdido algo. Durante días vagó
sin saber qué hacer por la habitación de tía Oriane; ya no podía distraerse con
libros de cuentos ni muñecas: se sentía diferente, descubría el aburrimiento.
Su tía pareció advertirlo.
—Tú te aburres —le dijo una tarde—. ¿Por qué
no sales a jugar afuera?
Los ruidos seguían al acecho. María lo supo
apenas llegó a la planta baja y oyó una bola de cristal rodando por las
baldosas. La bola —o el sonido que una bola podía producir— corrió a lo largo
del pasillo, bajó saltando las escaleras, y avanzó candorosamente hasta
pararse a su lado. María no se movió, ni siquiera intentó mirarla: de repente
los ruidos se le antojaban distintos despertando en ella la misma excitación
que le producían los estuches de tía Oriane. Y con ese gesto, o esa, ausencia
de gesto, traspasó la línea invisible que hasta entonces la había separado de
ellos.
Nunca más durmió
con la puerta abierta ni volvió a subir a la habitación de su tía. Andaba de un
lado a otro recorriendo la casa o salía a caminar por la orilla del mar hasta
que el desconocido surgía en la roca rompiendo el hilo de sus sueños. Los
ruidos iban siempre detrás de ella. Eran imprevisibles como el chisporrotear de
una bengala o el zumbido de una cometa alzándose en el viento, o conocidos,
casi familiares, como los pasos cautelosos que la seguían a donde fuera. A
pesar de su inquietud María no hacía nada por evadirlos. Los provocaba incluso:
porque había notado que aparecían únicamente cuando estaba sola. Jugaba en los
corredores donde Fidelia no pasaba nunca y bajaba al mar por atajos que nadie
transitaba: se burlaba de los pasos que la seguían imitándolos: a veces fingía
dirigirse a la habitación de tía Oriane o se escondía, y en su exasperación los
ruidos hacían tanto alboroto que Fidelia salía al jardín murmurando maldiciones
y exorcismos.
Con el tiempo los
ruidos se integraron a sus sueños. Dejando atrás las fantasías de su infancia
empezó a imaginar que todo advertía su presencia, que las cosas cobraban vida a
su paso. Las porcelanas le sonreían, los retratos la miraban, nada ocurría por
azar: adrede la brisa llevaba a su ventana flores de acacia y el mar dejaba en
la playa las piedras que prefería. Porque en el aire y en el mar estaban ellos,
sombras obscuras, figuras enlutadas vagando entre los árboles, siluetas de
jinetes con capas negras como las que había en los armarios de tía Oriane.
Escondidos en las cosas sin deseo distinto que el de verla, buscándola. Ella
tenía algo que nadie más tenía, sus ojos brillaban, sus trenzas reflejaban el
sol. Si lo soltaba, su pelo le rodaba a la cintura y le envolvía los brazos
como una caricia. Quería parecerse a las jovencitas de los gobelinos y llevar
vestidos vaporosos y colocar sobre su frente rosarios de flores. Para que
ellos la vieran: siempre la miraban, había infinitas Marías reflejadas en sus
ojos. Por eso llevaba ahora sus mejores delantales y se buscaba ansiosamente en
los espejos; por eso de noche se desnudaba a obscuras: giraba las porcelanas
contra la pared y corría las cortinas hasta que ningún rayo de luz se filtraba
por los postigos.
Era
de noche cuando temía soñar. Las sombras que imaginaba iban llegando de los rincones
y se confundían sigilosamente en una sola. Los ruidos cesaban, entonces sus
sueños se volvían distintos. Parecían aletear en la obscuridad esperando a que
empezara a dormirse para acercarse a ella, sugiriéndole siempre lo mismo con
imágenes que saltaban a su mente como piezas de un rompecabezas. María los
eludía sin buscar explicaciones, con un vago desasosiego, y sin buscar
explicaciones los dejó aproximarse la víspera de su partida.
Aquella noche
volvió a llover. Se había sentido toda la tarde el olor de las acacias y la
algarabía de chicharras en el jardín, pero la lluvia llegó bien entrada la
noche cuando Fidelia recorría el pasillo apagando las luces. Desde su cama
María empezó a oír borbotear el agua por los canales del tejado, la garganta cerrada
ante la idea de partir y dejar a tía Oriane en su ensueño de figuritas para
reencontrar aquel mundo de su abuela en el que cada cosa respondía a un nombre
y había avena al desayuno y rosas de plástico en los jarrones. Sentía deseos de
correr al cuarto de su tía y besarla sin decirle nada, vagar por los corredores
arrastrando telarañas bajo la mirada cómplice de los espejos, descender ahora
que el reloj del vestíbulo anunciaba gravemente la medianoche, así, descalza,
caminando en puntillas mientras el viento bamboleaba el columpio y oía con
inquietud el crujido de las argollas oxidadas. Entre las acacias surgía ya una
sombra, un rumor de hojas quebradas, una especie de ternura que le subía a los
brazos y lentamente su figura empezaba a recortarse en la noche, avanzaba hacia
ella y sonreía. Le decía que no sintiera miedo, que no iba a hacerle daño, la
tomaba de la mano y en una ráfaga de brisa subían a las acacias, la envolvía en
sus brazos y le ponía flores amarillas en el pelo, sentía ganas de llorar y se
abrazaba con fuerza a la almohada, pero él reía, le apartaba el cabello de la
frente, decía que había vuelto a encontrarla y corrían a la orilla del mar.
Sobre la arena escribía su nombre, la rociaba de espuma y se alejaba, volvía
cabalgando un caballo negro, al pasar junto a ella la montaba a su lado, iban
más allá de la playa, más allá del mar, sus brazos la oprimían, sentía sus
brazos como un aro de luz alrededor del cuerpo. Abrían el álbum, las páginas
corrían, él tocaba la punta de sus dedos y ella huía pero la brisa la devolvía
a sus brazos que la apretaban con fuerza, y su cabeza se inclinaba buscando sus
labios. Volvían los largos árboles metidos en la noche, su mano apenas la
rozaba y el columpio se estiraba al cielo, le pedía que la empujara más arriba
para que sus trenzas brillaran y su vestido de organza se abriera al viento. En
el fondo del mar recogían caracoles, él ponía guijarros en su frente y le
llenaba la falda de corales, sentía el calor de su cuerpo al resbalar junto a
una acacia, la brisa no se oía, la lluvia arañaba apenas los cristales, había
algo inaprensible en el cuarto, algo cruzaba sigilosamente la obscuridad
mirándola, y mirándola avanzaba hacia ella. El corazón le dio un vuelco: había
oído el roce de aquellos pasos en la alfombra y de repente supo que los oía por
primera vez y para ahogar un grito se tapó la cara, por un instante pensó huir,
correr hacia el cuarto de su tía, correr adonde fuera. Pero una corriente
cálida desnudaba su cuerpo, entreabría sus manos, su piel se recogía, sonriendo
abría los ojos, aquella cara triste y de algún modo remota se acercaba a la
suya, su voz la envolvía, como un soplo de aire su voz la envolvía hasta que de
pronto no fue más su voz sino un grito colérico, el sol en la ventana y Fidelia
gritando que el desconocido había entrado a la casa.
Espero darme un tiempito y ver la peli para valorar si es del mismo nivel logrado que tiene el cuento de Moreno. Buen post.
ResponderEliminarSaludos ;-)
Ay pues sí Jorge, no te vas a arrepentir.
ResponderEliminarUn abrazo!
Lo he leído y me ha gustado, el video no he podido verlo.
ResponderEliminarYo también temo soñar de noche.
Un beso.
La imagen sobre el temor de soñar de noche se quedó enredada entre las otras y no reparo en ella hasta que lo mencionas.
EliminarSoñar sólo de día? No soñar? Soñar despierta?
Me dejas pensando.
Un beso, gracias por pasar :)