El ramo había costado
ciento veinte dólares; tanto alboroto por unas simples rosas. Amanda estaba sentada
a la mesa del café, cappuccino y cigarrillo en mano, ignorando las miradas
ajenas de molestia. En la costa fumar era cosa de veto; toda ella era cosa de
veto: qué diablos hacía esta forastera pulida aquí, era obvia su intención de abandonar
la miseria de su vida en la ciudad en un pueblo de playa como tantos otros de paso.
Sonó el teléfono.
–Sí, soy yo.
El murmullo en el
teléfono le comunicó el problema. Procuró sonar indiferente en su respuesta.
–Ah, qué pena, justo
estoy en un café no tan cerca de casa, me tomará unos quince minutos llegar…
¿Será que las puede dejar en casa de mi vecina del apartamento 1B? –y con las
gracias dio el problema por terminado.
No, no realmente.
Todavía quedaba por
resolver el asunto de Lucas y sus flores de la disculpa. Hoy. La chupada al
cigarrillo sirvió de suspiro contenido. Amanda estaba convencida de su odio por
los sentimentalismos. Alargando la caminata lo más que pudo, llegó a su nueva
residencia. Antes de tocar el timbre de la vecina le extrañó ver por la ventana
el jarrón antiguo ya arreglado con las rosas; el conjunto era disonante. La
señora Leticia abrió la puerta de golpe y le dio un abrazo apretadísimo, con su
olor a especias, cabellos húmedo y algún perfume floral.
–¡Gracias, Amanda,
qué gesto más lindo! ¡Desde que Joaquín murió, Dios lo tenga en su gloria, ya
no recibo más flores, mucho menos rosas!
El deleite de doña
Leticia era casi un paroxismo; tanto alboroto por unas simples rosas. Un
rosario de palabras de amistad se iba rezando a una velocidad tal que conseguía
confundir a Amanda. Normalmente resuelta, hoy calló. “Pobre vieja, será demente.
Y miope. Y sorda. ¿Qué le entendería al chico? ¿No leería la tarjeta? ¿Cómo
pude creer que le doy flores? Llevo aquí menos de dos meses. ¿Y rosas rojas? ¡A
estas alturas de su vida aún con fiebre de San Valentín! Bien, lo que la haga
feliz; a mí no podrían importarme menos las flores.”
Hubo café hecho en
casa, ríos de fotos y agradecimientos efusivos, pero la mente de Amanda estaba
fija en Lucas. Él, y su cuerpo deliciosamente desnudo. Él y su mujer, tal vez
haciendo el amor en este mismo instante, mientras ella saboreaba galletas
blandas. No, había que acabar con el asunto de una vez. Amanda se puso en pie y
le dio a doña Leticia un abrazo fingido, dejando atrás las flores, las espinas.
Una vez en su balcón,
colocó el teléfono en la mesita, encendió otro cigarrillo y esperó la llamada. Se
estaba haciendo ya de noche. En el cuarto, extendió sobre la cama todas las
chucherías que pudo recordar, obsequios de Lucas: ropa, joyas, cofres, objetos
inútiles, souvenirs del viaje a Frankfurt y Amsterdam. Sin fotos. Volvió al
balcón.
Sus uñas lindas y su
humo desagradable no hacían mella en nadie en aquel momento ni para bien ni
para mal; Amanda y su belleza se habían quedado solas, sin miradas ni palabras.
“Que se pudra Lucas” pensó, y puso el teléfono con la pantalla contra la mesa,
en un obligado gesto de renuncia. La colilla del cigarrillo cruelmente
estrujada contra el metal pulido del cenicero marcó el fin de la espera.
Ah, qué manera de
hacer el amor tenía el bastardo.
Bien, al diablo todo.
Amanda se fue directo
al bote de basura con su pequeña carga de regalos y recuerdos, excepto que en
el pasillo hubo un cambio de plan a último minuto.
Sonó el tiembre.
–Señora Leticia,
usted me disculpa, pero esas flores no eran de mí para usted; eran de hecho
para mí –aquí tartamudeó–, de mi novio. Necesito llevármelas por favor.
El discurso de Amanda
fue rápido y seco, sin preámbulos, sin derecho a replicas: una bofetada. La anciana
y su confusión caminaron lentamente por el pasillo en un extraño silencio. No
tardó mucho en regresar con las flores envueltas en periódico, aún goteando.
Hubo tristeza y vergüenza efusiva, sin refrigerios.
Al cerrarse la puerta
de doña Leticia, se quedó Amanda sola en la encrucijada del pasillo. En una
mano los recuerdos y la renuncia. En la otra el presente, la espera. Con qué
fuerza decidir, cuando en realidad sólo quería sólo derrumbarse en el suelo a llorar.
Tanto alboroto por unas simples rosas.
***
Este fue el texto que envié al Primer Concurso de Relatos Musas de la Noche (no resultó ganador, pero disfruté escribiéndolo). El malentendido le pasó de verdad a mi suegra con un ramo que le mandamos el día de las madres y que terminó en casa de una vecina... el asunto fue un poco incómodo entre ellas dos y me inspiró a escribir esto :D
Pueden leer los cuentos ganadores en el enlace: Escribiendo la Noche.
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