por necio y tenía que vivir con la
desgracia de pasar casi todos los días frente a su casa, en el camino del
mandado. Si pasaba por ahí por una semana, dos veces cada día (una de ida y la
otra de vuelta), entonces catorce veces el muchacho se subía al palo de mamón y
desde allí cantaba:
Rosa, Rosa
tan maravillosa
tu amor me condena
a la pena eterna de sufriiiiiiiir
No es que a ella no le gustara Sandro. Al
contrario, porque se lo imaginaba buen mozo y de blanco, consideraba esta burda imitación una afrenta al buen gusto.
Aquel muchacho, además de ser demasiado jipato (porque Sandro debía tener la piel tostada, sin duda), cometía el pecado de pasar todo el día sin
franela, haciendo nada aparte de matar lagartijas.
Otras veces no cantaba, sino que le silbaba
a Rosita como una culebra entre las ramas:
-Si no me tiras un besito, no te dejo
pasar.
-Estaré loca, mijito. ¡Zas!
-¿Ah, sí? ¡Bueno… te echo a Sultán!
Ella se encogía de hombros:
-¡Échamelo, pues!
Y así pasaba. Sultán saltaba del pie del
mamón a perseguir a Rosita, haciéndola correr por un buen trecho y después se
devolvía tranquilamente a esperar que regresara de la bodega. Entonces el correteo continuaba con el aderezo de una o dos bolsas de compras.
Rosita, por supuesto, también detestaba al
perro, por malo y por feísimo: el contraste del hocico rosado con el pelaje blanco y sucio era grotesco, además era flaco como un dibujo de escuela. Rosita deseaba que al animal lo atropellara un carro
o se lo llevara el río en alguna crecida, pero la cosa nunca pasaba.
Una mañana, al volver de coger agua en el río, Rosita
encontró al perro montando a otra y, cosas del destino, a Amílcar no se le veía por ninguna parte. Pensó en tirarle un par de
piedras a Sultán, pero le daba lástima la idea de tener mala puntería y vaciarle el ojo o pegarle a
la perra que nada tenía que ver en el asunto. Así que se paró al lado de Sultán
y le echó encima medio tobo de agua bien fría. El perro estaba furioso e incapaz de tomar represalias, para gran
regocijo de Rosita que, inspirada, arrancó un bejuco y le dio unos ramazos al
animal.
Claro a los días que no dejaba de encontrase a
Amílcar en el camino como siempre.
-Si no me tiras un besito, no te dejo
pasar.
-¿Vas a seguir, mijito? ¡Echa pa' llá!
-¡Ajá, tú lo que quieres es que te eche a
Sultán!
Ella se encogía de hombros:
-¡Echamelo, pues!
Y se iba muerta de la risa, caminando con
su bejuco en la mano.
Pobre Sultán.
ResponderEliminarSandro ya era bastante deprimente... no quiero imaginar lo que sería este Amílcar!!
ResponderEliminarSilvia, verdad que la bronca era realmente con Amílcar.
ResponderEliminarAlma, a manera de investigación busqué a Sandro en Youtube y me maté de la risa :)
Que tengan feliz semana las dos. Besitos!