miércoles, 29 de mayo de 2019

La soledad es como la luz

y se hace diferente con las horas del día: al amanecer y a la puesta de sol; a mediodía; en los días nublados; en las noches claras y las de luna nueva.
 
Me gusta la soledad del café en la mañana antes de que todos despierten; es un pequeño santuario antes de la avalancha de deberes: es un espacio para meditar, a su manera un pequeño himno a la esperanza que el alma entona como cantan los pájaros sus buenos días.
 
La soledad del día es, entre las insidiosas, la más llevadera, la más distraída, mientras uno va -sin contar- llenando el tiempo con ocupaciones, unas con más sentido que otras, que nos llenan más que otras, que serán al final por fuerza de la cifra promedio -queremos pensar- nuestra huella en el mundo.
 
Está luego la soledad del crepúsculo, después del ajetreo del día y su río de gente, un pequeño remanso antes de las últimas actividades del día: la tarea de la niña, la cena, las conversaciones en familia sobre las impresiones del día que eventualmente desembocan en un tranquilo silencio.
 
La soledad de la lectura o la escritura antes de dormir es probablemente mi momento favorito del día, aparte del café en la mañana.
 
La soledad de la cama vacía me deprime terriblemente, sobre todo cuando la descubro de madrugada, porque soy supersticiosa y me lleno de malos presagios que terminan siendo infundados: era cuestión del insomnio ajeno.
 
La soledad de mis propios insomnios es hondísima y me da la impresión de misterio a cuenta de su silencio, a pesar de que en la oscuridad están, después de todo, la misma casa, los mismos muebles, el mismo balcón: adoro esta soledad de ideas que se despiertan y, rebeldes, no se callan hasta que cobren cuerpo en el papel.
 
Nada me crispa más los nervios que las largas horas de la soledad de los eventos sociales, tan propicia a las conversaciones triviales con completos desconocidos que no volvemos a ver jamás.
 
Evito con gran pavor el horario corrido de la soledad colectiva de las redes sociales.
 
Pero encuentro dos soledades sin hora fija gratas a mi alma: el momento creativo, sobre todo cuando las cosas van tomando forma, felizmente y sin prisas, y el regreso a casa tras la comunión con otro ser humano, cuando voy por el camino recogiendo impresiones, comparando notas y puntos de vista, y con suerte reflexionando sobre el matiz de alguna idea que no había tenido antes.