domingo, 22 de julio de 2018

Salvo el Crepúsculo, Julio Cortázar

Esta vez Cortázar y yo nos vamos poniendo más personales, y es necesario notar que lo estoy leyendo apenas me despierto, antes del café y antes de los rezos, yo que en esos rituales indispensables nunca dejo de buscar a dios, ese pajarito mandón.

Confieso que al principio Cortázar no me gustaba: como el amor, las lecturas tienen su tiempo, y por aquellos días estaba yo empeñada en un amor y en una Europa que resultaron imposibles y, así descorazonada, venir a leer lo de Rocamadour me hizo preguntarme: para qué enamorarse, para qué nada, si Holiveira con sus haches fatídicas no es más que un perro con hambre y su poesía cenizas.

Después hicimos las paces (digo Cortázar y yo; con Holiveira necesitamos más tiempo) y el hombre me hizo sonreír con el pulóver imposible, y me hizo comerme las uñas con La noche boca arriba, y llorar un poco con su Final de juego: digamos que para entonces ya había aprendido que las aventuras amorosas y las lecturas no eran monocromáticas, y estaba dispuesta a asomarme al caleidoscopio.

A lo de ahora: se le agradece a Cortázar su interludio de pequeñas notas entre poema y poema, porque parecen una conversación con el lector, con sus anécdotas sobre el gato que salta a la mesa, el diálogo mental con Polanco y Calac, un desorden de carpetas y notas amarillas que le dan vida a un proceso otrora quirúrgico, como en las Grandes Antologías: este es el libro, punto y aparte. 

Se le agradece a Cortázar su desdén por la forma prescrita:

Me apenaría que a pesar de todas las libertades que me tomo, esto tomará un aire de antología. Nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y a veces reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles.

El resultado es un libro orgánico, un lector que vaga por una ciudad que no conoce y cuyas calles es innecesario nombrar: basta con saber que había un café donde tres poetas debatían sobre un libro, que la luz era tersa, que olía a lluvia, que las mujeres eran hermosas e indiferentes, que había postales de Grecia, que en una vidriera uno se encontró una cajita de música y reconoció la melodía de una estela en una encrucijada.

Basta, pues, cerrar la cajita, pasar la página, salirse de esa geografía y guardarse los recuerdos del viaje, así, sin souvenirs, sin ayuda de la Polaroid, a punta de esos encuentros a deshora, los verdaderos.

domingo, 15 de julio de 2018

Refugio


 Viajó la flor desde su árbol madre, sin saberlo, sin entenderlo, sin importar, y quedó solitaria en la playa, destinada a echar raíces en un suelo de sal, regado tan sólo por las mareas.

Viajé yo desde una larga ira sin justicia, sin entenderlo, sin importar: igual los astros seguirán su curso, ajenos a la simbología que tan pródigas otorgan las soledades en sus silencios.

Y así, la flor y yo nos encontramos en una breve caricia, sin grandes pretensiones, 
hermanas en una tarde cualquiera de julio.



domingo, 1 de julio de 2018

Horror vacui

a mi hermano

el cielo
éter
años luz
la prueba del misterio

suspiros de vírgenes desfloradas
el último aliento
lamparita de Aladín encendida
sólo para los niños
los pájaros
los que sueñan

diadema para reinas muertas

camino
laberinto
encrucijada
de miradas perdidas
y encontradas

el cielo
gran boca del universo
que calla y truena
ante oráculos y oraciones

y aún así
los eternos hombros cansados
siguen buscando en la noche
su estrella fugaz.