Esta vez Cortázar y yo nos vamos poniendo más personales, y es necesario notar que lo estoy leyendo apenas me despierto, antes del café y antes de los rezos, yo que en esos rituales indispensables nunca dejo de buscar a dios, ese pajarito mandón.
Confieso que al principio Cortázar no me gustaba: como el amor, las lecturas tienen su tiempo, y por aquellos días estaba yo empeñada en un amor y en una Europa que resultaron imposibles y, así descorazonada, venir a leer lo de Rocamadour me hizo preguntarme: para qué enamorarse, para qué nada, si Holiveira con sus haches fatídicas no es más que un perro con hambre y su poesía cenizas.
Después hicimos las paces (digo Cortázar y yo; con Holiveira necesitamos más tiempo) y el hombre me hizo sonreír con el pulóver imposible, y me hizo comerme las uñas con La noche boca arriba, y llorar un poco con su Final de juego: digamos que para entonces ya había aprendido que las aventuras amorosas y las lecturas no eran monocromáticas, y estaba dispuesta a asomarme al caleidoscopio.
A lo de ahora: se le agradece a Cortázar su interludio de pequeñas notas entre poema y poema, porque parecen una conversación con el lector, con sus anécdotas sobre el gato que salta a la mesa, el diálogo mental con Polanco y Calac, un desorden de carpetas y notas amarillas que le dan vida a un proceso otrora quirúrgico, como en las Grandes Antologías: este es el libro, punto y aparte.
Se le agradece a Cortázar su desdén por la forma prescrita:
Me apenaría que a pesar de todas las libertades que me tomo, esto tomará un aire de antología. Nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y a veces reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles.
El resultado es un libro orgánico, un lector que vaga por una ciudad que no conoce y cuyas calles es innecesario nombrar: basta con saber que había un café donde tres poetas debatían sobre un libro, que la luz era tersa, que olía a lluvia, que las mujeres eran hermosas e indiferentes, que había postales de Grecia, que en una vidriera uno se encontró una cajita de música y reconoció la melodía de una estela en una encrucijada.
Basta, pues, cerrar la cajita, pasar la página, salirse de esa geografía y guardarse los recuerdos del viaje, así, sin souvenirs, sin ayuda de la Polaroid, a punta de esos encuentros a deshora, los verdaderos.