![]() |
Fotografía: Susan Colpich |
Generalmente del feminismo es definido como un movimiento que busca igualar el estatus social de la mujer con el del hombre. Tradicionalmente el hombre como opresor es quien se ha opuesto a la idea y los cambios. En este texto pretendo partir del principio que esta etapa ha sido superada -si bien no es del todo cierto- y me preocupo por las consecuencias de dichos cambios.
Tengo la teoría de que en la civilización occidental las mujeres son las peopres enemigas de las mujeres. Para comenzar, se nos sigue vendiendo la idea de que las mujeres somos heroínas natas, con capacidades infinitas de toda índole. Cada habilidad es una perla tan preciosa como la otra. Sin embargo la columna vertebral de la idea, el hilo que hace posible armar el collar, es la capacidad para hacer malabares entre la vida laboral, la vida familiar, las tareas del hogar, el cuidado físico, el apetito sexual y usted nómbrelo. Todo ello con una sonrisa beata en el rostro que indica la perenne disposición de la dueña a hacerlo todo más hermoso y más llevadero cuando se presentan las dificultades. Ese ha sido, después de todo, el rol femenino durante siglos.
Pues bien. Me niego a llevar el hermoso collar de perlas de esta nueva esclavitud y renuncio a todos sus laureles, que no hacen sino continuar premiando la abnegación femenina, esa misma virtud tan continuamente admirada por los (y especialmente por las) que no tienen que sufrirla.
Pero, ¿por qué es tabú manifestar este descontento?
Parece ser que al dársele a la mujer la posibilidad de estar socialmente a la par con el hombre -lo cual es una falacia, de todas maneras- se le han otorgado estos privilegios bajo ciertas condiciones: la imposibilidad de la renuncia es una de ellas. Ideas del tipo "las otras no se quejan, no puedo quejarme yo" o "si las otras pueden, también puedo yo" me vienen a la mente. Existe un miedo tácito en la mujer a convertirse en la única débil de la manada, una especie de hembra omega. A mi juicio la tensión entre las propias mujeres por alcanzar la excelencia en todos los aspectos de la vida es un gran obstáculo a derribar, creado por nosotras mismas y es un fenómeno que no percibo entre los hombres. Este afán, creo, viene de la ansiedad de quere afirmar una posición social todavía incierta. Sabemos que no altera la posición social de un hombre comenzar una familia y su identidad ha estado siempre claramente definida; es la mujer quien enfrenta el cambio de su papel tradicional.
Atreverse a decir que las mujeres en realidad no pueden tenerlo todo; pretender derribar un mito forjado en una lucha sin tregua; querer ejercer el derecho individual y adoptar un estilo de vida que se aleja de las metas propuestas por el colectivo, parece ser considerado un acto de traición y el castigo para este crimen es cargar con el estigma de la estupidez. Sistemáticamente la capacidad intelectual de una mujer que elige dedicarse a su hogar y sus hijos -aunque sea temporalmente- queda en entredicho. Aparentemente nos sentamos en el sofá todo el día a ver televisión -cuando no estamos pelando cebollas o engordando a punta de chocolates- y nuestra única ambición en la vida es complacer a los demás. Atrás quedan los diplomas, los años de estudio, los trabajos publicados, los proyectos dirigidos, los viajes hechos, los libros leídos: una identidad (ama de casa) reemplaza a la otra (mujer inteligente) y el fenómeno de la tan ensalzada fusión, el principio de tenerlo todo, se queda sólo en la teoria. Yo misma soy culpable de haber juzgado a otra mujer bajo este lente, antes, cuando no estaba casada ni tenía hijos y no tenía idea de las muchas disyuntivas a las que tendría -tengo- que enfrentarme a a diario.
A pesar de sentir que he encontrado un balance que me hace feliz, todavía me sorprende tener que defender mi elección y vivir en este estado de desconcierto en el que constantemente tengo que probarme a mí misma frente a las otras. Como si no fuera suficiente enfrentar el hecho de que cruzar el umbral de la maternidad no tiene vuelta atrás y la identidad queda parcialmente disuelta. ¿Por qué es un tabú reconocer estas verdades? ¿Por qué las mujeres se mienten a sí mismas y entre sí mismas? ¿Por qué se dice en susurros que a veces es verdaderamente difícil darle todo a los hijos constantemente, que a veces se tienen ganas de correr de regreso a la soltería? Hay un temor inmenso a parecer como una mala madre o como que no se ama lo suficiente o del modo absoluto que se espera. Como si no fuera necesario apoyarnos las unas a las otras y comprender en su verdadera extensión -sin ideales rancios de abnegación decimonónica- la naturaleza compleja del amor conyugal y filial, hasta ahora percibidos como valores eternos, inalterables y con la capacidad de colmarlo todo, cuando en realidad no pueden llenar el inmenso espacio personal al que la hembra forzosamente termina renunciando en un silencio que raya en el martirio. ¿Por qué?