Hoy Lucas estaba solo junto a la puerta. Si los otros le presentían la sombra, seguían de largo. Era viernes, día de vaga libertad en que nadie quería merodear frente a la fábrica. Lucas no tenía apuro hoy ni nunca; no antes de su ritual. Dio dos golpecitos secos con el cigarrillo en el dorso de la mano y se lo colocó entre los labios, buscando con la otra mano el yesquero en los bolsillos. El chasquido fue leve y la llama, tibia. El cigarrillo, sin embargo, no ardió.
Lucas repitió el gesto dos, tres, cuatro veces. Miró el yesquero, perplejo. Intentó por quinta, sexta vez. Esta vez examinó el cigarrillo; primero la punta, luego la cola. Se preguntó si era algún truco; si era uno de esos sueños absurdos donde lo que debe ocurrir no ocurre. Siete veces, el gesto inútil. Qué carajos. Con el ceño fruncido se guardó el asunto en el bolsillo, para más tarde.
Las cuadras andadas a casa eran las mismas; también lo eran las paradas por pan y tabaco. Hoy resolvió comprar en otro quiosco, la misma marca. Añadió yesquero y papeles nuevos y echó a caminar preguntándose qué había pasado antes, en la puerta de la fábrica.
La casa estaba en silencio, la mujer aún trabajando, el balcón en penumbra tras las macetas colgadas, el viejo sillón fiel allí. El camino le había dado tiempo a Lucas de dar método a sus interrogantes. Primero se dio a repetir el gesto exacto, los factores sin alterar. Nada. Examinó el papel: seco, crujiente. Lo mismo el tabaco. Cambió de yesquero. Inútil.
Enrolló un cigarrillo nuevo con lo recién comprado: sacó el papel y colocó el montoncito de tabaco en el centro, distribuyéndolo después a lo largo. Frotaba el papel sin hacer ruido, sin arrugarlo, sin mirarlo siquiera y hacía unos cilindros perfectos, quizá un poco delgados, sellados con la poca saliva que tenía en la punta de la lengua. El primer yesquero no hizo el trabajo, tampoco el segundo. ¿Pero qué es esta mierda? Empujó el sillón ruidosamente y salió a la calle. Al diablo la investigación científica; ahora le preocupaba más la urgencia de fumar.
Compró un paquete en el quiosco y lo abrió allí mismo. Intentó un cigarrillo tras otro, tras otro. Compró un nuevo paquete, otro, otro. El hombre del tarantín lo miraba extrañado, prefiriendo guardar distancia de los lunáticos. Este por lo menos le estaba dando buen negocio, tanto mejor.
A Lucas le pareció una eternidada el camino hasta el bar. Se tragó la primera cerveza como agua, queriendo compensar la falta de una calada. Me tienen que estar jodiendo. Vino la segunda cerveza, la tercera, las demás. Ya a medianoche había a su lado un tipo caritativo, presto a escuchar la historia y a ofrecer un cigarrillo ya encendido, que apenas tocó los labios de Lucas, se apagó. Me tienen que estar jodiendo.
La noche fría no hacía nada por aliviarle la fiebre del deseo. Sin saber qué hacer, se marchó a casa elaborando posibilidades y fue directamente al balcón. Le temblaban las manos al enrollar el último cigarrillo del día. Tambaleándose de desesperación, todavía sellándolo con la punta de la lengua, llegó a la cocina y encendió la estufa. La explosión fue fenomenal. A duras penas pudieron las autoridades distinguir entre cenizas humanas y cenizas de muebles. El cigarrillo sin embargo les llamó la atención, intacto como estaba.
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Este ha sido mi relato para el blog Adictos a la Escritura. El tema de este mes: el cuento inverosímil.